Vivimos en la época del desencanto. Nada vale. Nada es suficiente. El descontento inunda las calles de la mano de la autoexigencia que, cada vez, pide mas y da menos.

Se han ido alimentando generaciones enteras con ideas equivocadas y objetivos vacíos y banales. En ese afán por creernos seres superiores, hemos afirmado que solo los seres humanos somos capaces de amar, como si el amor fuera ligado a capacidades intelectuales superiores cuando precisamente, en lo que a inteligencia abstracta se refiere, suele ser mas bien todo lo contrario.

El amor está en la naturaleza.

En todos los seres vivos.

El amor a la vida, a cada nuevo amanecer.

Precisamente, cuánto hemos de aprender de muchos de nuestros compañeros de planeta. Esos compañeros de vida y de correrías que SI nos ofrecen el tan anhelado “amor incondicional”. Que no nos juzgan. Que nos aceptan con nuestras virtudes y nuestros “malhumores”. Que no pierden ni un ápice de pasión en sus demostraciones porque nos ven siempre en presente, como el primer día. Que no dejan de hacer aquello que vienen haciendo desde que los trajimos a casa. Esto es: recibirnos con alegría, siempre con buen humor; acurrucarse a nuestro lado cuando nos sienten enfermos o tristes; dejarnos espacio cuando nos sienten frustrados o enojados; disfrutar de estar juntos, sin más.

Nunca piden sin dar a cambio todo lo que son.

Y ese, mis maestros emocionales, es el secreto de las relaciones de largo recorrido.

Amar en presente continuo.

No es un “amar” es un “estar amando” cada día.

Y esto, ¿qué significa? Que no doy el amor por sentado. Que elijo y hago por amar diariamente.

Esto es extrapolable a todas las relaciones, comenzando por la que tengo conmigo mismo, familia y amigos. Pero hoy, en un día que sirve para recordarnos que el buen amor no es fácil, que requiere sacrificios y asunción de riesgos como el de San Valentín, nos centraremos en el amor en las relaciones de pareja.

Cuando amo en presente continuo, le observo cómo alguien nuevo cada día, con la misma atención que cuando nos conocimos. Cuando no me mira, le amo con la mirada. Acaricio cada arruguita, cada nueva cana. Recuerdo todo lo vivido juntos y el futuro que construimos desde el presente que cuidamos. Siento y me deleito en la fortuna de caminar a su lado. Pienso en las veces en las que le arrancaría la cabeza y lo mal que me cae en esos momentos, mientras me sonrío por esa conversación que mantenemos de la que no se entera. Aunque a veces me descubre con esa cara “tontuna” que se nos pone al observar a quien amamos, sin saber que todo esto anda rondando en mi cabeza en ese instante. Y me sonríe pensando que estoy loca. Y me pellizca la nariz o me besa.

También me mira así. Muchas veces. Y amanezco con un “shazam” con canción de hemeroteca. Y entre las bolsas de la compra del súper, aparece eso que sabe que me gusta tanto. Se «cuela» en la ducha haciéndonos llegar tarde y durante nuestra sesión de «yonkies de las series» en el sofá de casa, no deja de abrazar alguna de mis extremidades y sí, me susurra un «mira que te quiero» creyendo que estoy dormida.

Eso es el amor. Amar, amando.

Alejar el híper análisis, dejar de hablar del «amor» y vivirlo, con lo bueno y lo malo. No es cierto que la pasión se acabe o que el amor venga con fecha de caducidad. Lo que caducan son los «actos de amor» que realizábamos al principio. Aquello que nos conquistó.

Sigamos conquistando cada día, esa tierra que nos acompaña, que habitamos y nos habita, para que elija permanecer, crecer  y vivir la vida juntos, ¡con mayúsculas!