No me queda fuerza en los dedos para dibujarte en el aire
Agoté el aliento que les daba alas.
Me vi.
Te vi.
Descubrí que el amor, no basta.
©Tania Evans, La psicología del Fénix
“El amor es siempre la solución” es el mantra de mi buen amigo Rafael. De niña también lo convertí en mi filosofía de vida y ahora, como psicóloga, es la única forma que concibo de trabajar y acompañar a los demás en sus propios procesos.
Gracias al amor somos concebidos y sobrevivimos al nacer. El amor nos arraiga; nos dibuja raíces sobre las que desarrollarnos y crecer. El amor nos mueve y nos convulsiona. Nos inerva los sentidos y nos revienta desde las profundidades del alma para descubrirnos nuestra maravillosa naturaleza vulnerable. Pero sobre todo, para hacernos conscientes de nuestro gran poder transformador.
Pero, con el amor, no basta.
No es suficiente para que nuestras relaciones se mantengan unidas, fuertes y evolucionen.
El amor no basta en las relaciones de pareja.
La mezcla de sustancias químicas que nos hacen acercarnos al otro y despertar el deseo de permanecer juntos, es la antesala del amor. Éste nace cuando comenzamos a CONOCER a nuestra pareja. Y en ese período, que puede durar toda la vida, es donde se hace realmente imprescindible.
El amor “sano”, nos ayuda a situarnos en un lugar distinto al que solemos estar y contemplar, a nosotros mismos y al otro, desde una perspectiva neutral. La única posición desde la que nos puede desbordar la ternura y la compasión de sabernos diferentes pero iguales, ante este mundo hermoso que, de alguna manera, terminamos viendo como algo aterrador de lo que defendernos.
Las relaciones de pareja se sustentan en tres pilares fundamentales: la sexualidad, la comunicación y un proyecto común.
La sexualidad es en muchos casos, la gran olvidada. Sobre todo, porque la mayoría la circunscribe al territorio del dormitorio y del acto sexual, y al entenderla así, poco a poco, termina por desaparecer de la vida en pareja, poniendo con ello la relación en “peligro”.
¿Cuándo fue la última vez que os mirasteis como si os acabarais de descubrir?
¿Cuándo te paraste en mitad de la calle y le besaste largamente olvidándote del mundo?
¿Cuándo la sobresaltaste al abrazarle por la espalda mientras leía?
¿Cuándo dibujaste en el espejo del baño un te quiero que el vaho descubriera?
¿Cuándo el talle de su cintura dejó de ser un camino para acercarla a tu vientre?
¿Cuándo dejasteis de contemplaros como los amaneceres, con los ojos entornados por la ternura?
No es la rutina la que destruye la sexualidad o la aleja tanto que termina creando abismos insalvables. Es la carencia de todos y cada uno de esos pequeños detalles que llenan el día. Son todas esas cosas que hacíamos al principio de la relación y que poco a poco, vamos relegando al olvido.
¿Por qué dejamos de tener esos pequeños gestos con las que nos sentíamos vivos y felices?
¿Cómo podemos olvidarnos de lo más obvio? ¡¡Que funcionaban!! Nos unieron. Hicieron que nos enamoráramos más profundamente y que cuando teníamos la tentación de solo “mirar”, continuáramos “viendo” al ser maravilloso que teníamos en frente.
Pero “el olvido está lleno de memoria” y se puede recuperar todo aquello que llenaba el día a día de belleza. Que prendía miradas agradecidas, miradas de amor. Que despertaba el deseo de ser piel desnuda bajo la sábanas.
Creo que el secreto nos lo dio en este precioso poema el gran maestro Ángel González. De todos sus versos, hay uno que conectó con una verdad en mí interior,
“pongo tanta atención cuando te beso”
Y sé, que ese es una de las piedras filosofales de la vida. Y en concreto, de las relaciones de pareja.
Estar presentes en el aquí y ahora, libres del pasado, poniendo atención en cada una de las acciones que emprendemos.
SIENDO ATENTOS y VIENDO al ser que amamos.
Me basta así.
Ángel González
Si yo fuese Dios
y tuviese el secreto,
haría
un ser exacto a ti;
lo probaría
(a la manera de los panaderos
cuando prueban el pan, es decir:
con la boca),
y si ese sabor fuese
igual al tuyo, o sea
tu mismo olor, y tu manera
de sonreír,
y de guardar silencio,
y de estrechar mi mano estrictamente,
y de besarnos sin hacernos daño
-de esto sí estoy seguro: pongo
tanta atención cuando te beso-;
entonces,
si yo fuese Dios,
podría repetirte y repetirte,
siempre la misma y siempre diferente,
sin cansarme jamás del juego idéntico,
sin desdeñar tampoco la que fuiste
por la que ibas a ser dentro de nada;
ya no sé si me explico, pero quiero
aclarar si yo fuese
Dios, haría
lo posible por ser Ángel González
para quererte tal como te quiero,
para aguardar con calma
a que te crees tú misma cada día,
a que sorprendas todas las mañanas
la luz recién nacida con tu propia
luz, y corras
la cortina impalpable que separa
el sueño de la vida,
resucitándome con tu palabra,
Lázaro alegre,
yo, mojado todavía
de sombras y pereza,
sorprendido y absorto
en la contemplación de todo aquello
que, en unión de mí mismo,
recuperas y salvas, mueves, dejas
abandonado cuando -luego- callas…
(Escucho tu silencio.
Oigo
constelaciones: existes.
Creo en ti.
Eres.
Me basta.)
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